martes, 4 de agosto de 2009

otroamanecer

La ropa en el piso es el cadáver de un fantasma. Una razón de estado. Acércate, vamos a hablar. La caja de los deseos está vacía. Huele a ceniza bajo las escaleras. Huele a polvo el aire y las alas se desmienten al descender hasta la piel. Bajo las sábanas de cualquier encuentro se evaporan las imágenes de lo intacto. Qué inventas cuando los afanes de un sabor antiguo y secreto se quedan bajo el agua de la enésima vuelta a la misma página del libro que mantienes sobre la mesa y no terminas de leer. Dame un final que valga el viaje. Cuántas confesiones alcanzan una sola verdad. Tócate y dime si estamos aquí, si hay bastante piedad en los objetos que llevabas bajo el brazo para alcanzar otro cuerpo, un cuerpo nuevo, colgar el paraguas y dejar que el resto de la lluvia impregnara tu única reseña legible de todo este tiempo gastado en desencuentros. En la risa apacible de un viernes todo sucede. Evocas un puente, un espejo imaginario. Y el silencio, y "la mano injuriosa del tiempo", reflejo irisado hoy. "¿Por qué la pobre belleza ha de buscar por caminos desviados rosas imaginarias, cuando su rosa es real?" Extraviados entre los vestigios de una esperanza indomada, una ilusión de continuidad contigua. La prenda es el deseo y una simultánea grima por el consuelo insuficiente de la forma. Pones la mirada al otro lado, el de la ausencia, cuando la luz señala en su extenso extremo el tesoro de una palabra que puede repetirse en la intimidad del pensamiento. El puente en el trance hipnótico de abrirse y la voluntad de llegar sin estar casi presente. Así aparecen esas palabras apenas pronunciadas, con el temor de no ser temidas y una lejanía en la quietud del cuerpo inmóvil, una mirada que no se mira a sí misma, dos anclas y un ovillo más ausente. Aquí, del otro lado, otra temida ausencia. Supóngase el puente y un paisaje. La voluntad. La imagen y el reflejo. Supóngase también hablar y ser hablados. Mirar y ser mirados. Supongamos lo real. La acera de enfrente. Los transeúntes con la vista suspendida en la línea imperceptible del espacio que se va recorriendo como si cada quien dirigiera sus pasos hacia algún punto de reunión al que se convocara para empezar algo nuevo. Ocurres. Entras en un vagón y nadie nota que vas ahí. Evitas el contacto visual. Evitas mirar aquellas piernas que se abren como un jardín frente a tus ojos adormecidos. Evitas la tierra de una lengua que descubres adherida al paladar. Tensión del vacío. Sed. Apetito. El ritmo del corazón se desentiende por un instante de lo acordado y lanza bocanadas de sangre hacia ninguna parte. El pantalón te duele en la zona del pudor y te contienes mientras los ojos autónomos se posan diminutos en lo que se oculta, y buscas sin remedio estar atento y sosegado, sin perder la perspectiva del insecto que suspende el vuelo sobre tu piel y tratas de sorprenderlo y al tirar el manotazo lo ves alejarse hasta la próxima vez. Una adolescencia procrastinada. Esa palabra que se te pierde entre entre los huecos de la boca. Diferida. La palabra o la acción. La palabra, dirías, que llegaba siempre envuelta de otras razones. Parece una palabra larvada en los algodones humedecidos por la lengua ciega de Tiresias, que miraba andar sonámbulo sobre arenas blancas los pies de batallas imaginarias, sonámbulo entre arrepentimientos y su viaje hasta los lados del reflejo. La vista sucinta de un pliegue bajo la tela exacta que se observa levantar la vista, y la imagen borrosa del momento en que se produce el golpe de la sangre detrás de los ojos, muy lejos, y el pensamiento no sabe de antes ni después porque el futuro se instala como ruptura del lenguaje. Desde entonces reconoces la adicción. Desde entonces el dolor arrogante para quien lo soporta irremediable y con luz ajena. Palabras que van y vienen como líneas de gotas hiladas por la fuerza de la textura, la velocidad que se multiplica por la inconciencia del viaje hasta la tela que da testimonio del tiempo cuando va contra la corriente. Empieza a sentirse un calor agobiante y el tren se queda quieto en la oscuridad del túnel. Una mirada ausente. Una multitud que mira ausente, que mira lo que no se ve, que se escapa del presente. Mira lo invisible y se acomoda en el hueco sin forma de la espera. Respiraciones lentas. El tren reanuda la marcha y los cuerpos vuelven al baile. La música sorda del movimiento. Podría decirse que cada quien va por su cuenta. Viajes que se interrumpen como el de aquella mañana en que la vida tuvo que cambiar. Y Tiresias que murmuraba entre sueños la verdad. Narraciones interrumpidas. Alguien se detiene a mitad de la conversación. La velocidad cesa abruptamente. El golpe que cae literalmente a plomo. Un acomodo en el futuro de ese pasado, los recuerdos inventados, en aquellas mañanas desde la ventana quieta de la adolescencia pro… crasti… nada. La suavidad de aquella piel casi imaginaria. La piel que duerme bajo la sábana del don, y la belleza que se llora como si nadie supiera reconocer la pérdida en el instante mismo en que se expresa ausencia. Todos desean un buen final. Un final para cada historia, cada troyano. Los detalles se difieren y se ensanchan. La creencia duerme sobre el acto de valor. Pero antes debería discutirse. Los pocos pasajeros que cuentan algo cuando el trayecto lo amerita. Otros que como un viento delgado se quejan de malos tratos recibidos. Alguien al mirarlos les anuncia que la naturaleza es a veces sorprendida sin su diadema. ¡Qué sencilla es la carreta que transporta un alma humana! Viaje. Biaix. Sesgo. Acometida inesperada. El toro que levanta la cabeza y ese universo apacible del lienzo en que se dibujan los sueños instantáneos, cuando la ropa cae como hoja seca en el suelo y los cuerpos enjutan su energía para extenderla y reunir los cabos mientras se esfuma el límite del andén. La marcha se detiene nuevamente. Los cuerpos adoptan formas para repartirse el espacio. Al abrirse las puertas suben y bajan. Por una, el hombre del acordeón. Sus ojos miran un cielo inexistente. Regálame las flores de la esperanza… y canta con voz grave… permite… que ponga… Por el otro acceso entra un ruido personificado que no entiende ni escucha razones, y al toperse con el otro se produce un choque violento. Como vagones de un solo lado, se estrujan, y siguen su marcha parcial hacia el extremo opuesto, y los cuerpos desnudos bajo la sábana buscan palabras rotas para justificar el desencuentro. Alguien quiere decir algo antes de apagar las velas. Alguien quiere un movimiento oblicuo para entreverar sombra y desmedro. Ella, sin duda, calculó con mucha antelación el momento de mirar sus ojos ansiosos y darle a entender que era cuestión de insistir. Todo aquel tiempo se escurría por su garganta la frase: “No me esperes”. Pero el sonido se le hacían nudo en la lengua. Buscaba el momento. Buscaba el gesto. Practicó alguna vez frente al espejo pero ese día le salió de viaje. De golpe. Fue como un final sin final. “No me esperes”. Lo había repetido tantas veces mentalmente, que se le escapó en el peor momento. Cuesta más desdecirse. Cuesta mirar al otro atentamente y descubrir el cierre de caminos. Comprar comida, recuerdo persistente, lavar la loza, descolgar la ropa con su rictus de luz seca, una tensión opuesta al cuerpo, un personaje que no se sabe. Alisar la cama, y el descanso de seguir el camino del día sin nada que declarar, la superficie y el alivio de confirmarse insuficiente, y cerrar entonces las puertas desde adentro, los postigos de una casa antigua, espaciosa, como la distancia. Desde luego, el tema de la despedida. El deseo inconfesado de no volver a encontrar lo conocido. El canto de un ave que mira nacer la tempestad sin Penélope ni Albertina, sin Anastasia ni Hortensia. El personaje que va quedando atrás en el túnel de un recuerdo proyectado en la pantalla del día cuando se llega el momento de bajar al andén y caminar entre cabezas y brazos anómicos. Desapego o adicción.
La mano sobre la piedra. Sólo vemos lo que conocemos. Edipo no era el único ciego. La ceguera es otro espejo del mundo. Mirar desde la sombra de la oscuridad. La mirada del agua y la imagen que se desvanece en la profundidad. La exterminación de todo lo real por su doble. Y que una imagen deje de serlo por haberle robado mismidad. Misterio simbólico de la ausencia de imágenes. ¿Para quién es secreto un secreto de un solo lado? La imagen siempre es una reflexión, y un punto de vista. ¿Otra versión? La del ciego que sin mirar propone otra mirada, lo que se ve desde dentro y se difracta, con merma, al espacio deshabitado de la experiencia ajena. La mujer de tu prójimo no era esa. No pudo ser esa que te estrechó con ternura como a un cuerpo hueco que se fue llenando con el vacío de otra vida hasta desbordarse en el acto mismo del intercambio, la realización que es también la consumación. Al cruzar las vías fueron quedando rastros de pan, y el ogro regresó al aire, fue diluyéndose en el paso premonitorio de las aves rumbo al tronco muerto que decora ese paisaje, el estuario, donde se unen las aguas corrientes del río y la verdadera inmensidad del mar, esa inmensidad verdadera que aparece frente a los ojos como juez iracundo.