martes, 28 de abril de 2009

Despertó

El naufragio. Los sobrevivientes. El arca de Noé. Los animales, por la fuerza irracional de la naturaleza, aislados, separados, nones. El desapego, y la imagen de las hembras en una deriva irreal, atadas a un hincón profundamente hundido en el mapa de las especies, y las ramas al aire brazos que despiden al que se aleja en un viaje que será largo, al ritmo de un murmullo que amaina con el paso de las horas. Otra vez primera noche. Primer día. Los cambios en el despertar habitual, tan escampado, y el fantasma del muro que se mantenía en pie gracias a sus sentidos encontrados. Y buscar a tientas cualquier puerta cerrada. Cegados, Layo y Tiresias en medio de un campo de batalla poblado por ecos de metales sordos, la nostalgia de combates cuerpo a cuerpo y victorias que Nicolás no dudaría en llamar pírricas. Pirrónicas. Tras la pifia, la piltrafa. Los pies hundidos en el cargadal de los días. Residuos de experiencias en el silencio de la palabra desapego, así, en voz baja, que apenas se oiga. Como las primeras frases de la marcha fúnebre de Chopin y la vibración de las cuerdas detrás de cada nota grave, eso que se queda flotando en la caja del piano, en diégesis. Anagnórisis, némesis, mimesis: la pérdida paulatina de ese acento que abría vía, hoy favila que se derrocha con un soplido solitario y un reconocimiento tardío. Tácito. Reticente. Remiso.

 

Suena el timbre. Camino veinte pasos en línea recta. Esquivo la jaula de los chocoyos y abro la hoja derecha del zaguán. Aparece la figura del payaso que se ríe de la muerte. El doble de sí mismo. Osmairo, el negro, con los ojos inyectados, la pupila amplia, una risa como después de un largo llanto y el gesto victorioso de quien ha logrado una vez más escabullirse de la casa de los locos. There is a word / wich bears a sword / can pierce an armed man… El más sublime blanco del tiempo / es un alma “olvidada”. El alma escoge su compañía. Luego cierra la puerta… Alma compenetrada de sí misma / finito infinito. El joven viejo con filipina de médico se representa cualquier hombre. Mejor tener el iceberg que la nave, / aunque signifique ya no viajar. Los icebergs invocan el alma (both being self-made from elements least visible) para que así los vea: corpóreos, limpios, erguidos, indivisibles. Su reloj da la hora del hombre [trágico, locuaz, enaltecido, valeroso, maniático, cruel, atareado, fastidioso, desdichado] que vive en la casa de los locos. Ahí, en el rellano. Ahí se ovilla cada noche, cuando ya nadie pasará hacia arriba o hacia abajo por el toque de queda […] pues sería infiel inducirse al engaño de que el otro que vive en nosotros vive en sí mismo.

 

Ganarse la vida. Cuántos matices en una frase tan corta. Cuántos afanes alrededor del sentido que encierra. La recapitulación transcurre por escenarios de tan diversa índole que algunos se mezclan con otros como si en el pasado pudiera juntarse el tiempo. El pensamiento persiste. Persevera y es la constancia de estar en un presente que se extiende más allá del espacio único. Un ser imaginario cada día más entrañable y a la vez indiferente. Orfeo en el instante en que vuelve la cabeza al frente después de haber mirado atrás y el inicio de un remordimiento atesorado. Los actos, siempre por partida doble, con su geometría casi invariable en la armonía del recurso sin la carga ansiada del devenir. Ganarse, decía, la vida. Esta consigna sonaba en mi cabeza de adolescente cuando, antes de la luz, el día pasaba frente a la habitación de mis padres y sin hacer ruido bajaba sigiloso las escaleras. Era difícil caminar silencioso por los pisos de madera. Ahí estaban, durmiendo, en esa atmósfera irrepetible formada por el aliento de los que sueñan. La respiración acompasada y algún ronquido, y la tibieza del vaho flotando en el aire inmóvil de las primeras horas. Una presencia casi ausente en ambos sentidos, del que duerme y del que mira dormir. Y el pecho jala una honda bocanada de aire. Ahí, a solas, hasta una lágrima hubiera podido asomarse a los ojos de ese que pude ser en el recuerdo de aquel tiempo. Arbitrariamente evocadas, o invocadas, o provocadas, las emociones que hoy reinvento al mezclar estructuras conocidas, en un catálogo oficioso de guardador que se adquiere en carne propia, confirman y aportan evidencia del momento como circunstancia que adelanta o que abrevia el recorrido de los afanes, del costo pagado por cada decisión y por cada omisión, y nuevamente los remordimientos como fuente, un placer que ensancha la sensación de estar más a salvo mientras más lejos haya quedado en el tiempo la acción imperfecta o la causa del desasosiego. Porque el alma sólo puede registrar lo que ya existe. Y el tema de conocer y desconocer, entonces, que no se reduce al olvido sino a aquellas experiencias que se des viven porque se borran de la memoria y dejan de existir hasta que alguien las recuerde. Desconocer. Desatender. Dormir. Porque en el sueño nada se intercambia. Entre sueños un gallo aletea sobre un viejo tronco hueco y las gallinas salen ciegas a hurgar en la tierra. Cansancio. Tedio. Abandono. Soledad de cada animal. La noche disimula el aislamiento, y la posibilidad de un viaje tranquilo hacia el amanecer esboza un refugio temporal de olvido. La intuición del tiempo alivia. La mayor distancia posible para un regreso lento y postergado. El tronco cruje. El gallo salta ligero a tierra firme y su silueta se adhiere indiferente al reflejo de la luna sobre la superficie quieta del agua en que se ahoga el asombro. La lengua del ahogado se unta en el musgo de la piedra que lo sujeta al fondo, y el verdor que exhala encuentra en la superficie la armonía de un silencio expectante. Un trozo de madera flota y la espuma cubre la desnudez del clavo que se oxida. Sumerge en el río a quien ama el agua. El pasadizo extraviado del cuerpo anuncia el telón del sueño, antes de despeñarse la piedra. Sueños que no fueron soñados, nostalgia de imágenes que no se alcanzan con el simple esfuerzo de crear movimiento y vínculo, movimiento y consecuencia, puente sobre lecho seco, la sombra a plomo sobre la espalda que deja atrás lo inadvertido. Temor por lo inadvertido.

 

De camino al autobús meto la mano en el bolsillo del pantalón y hallo la sustancia que aligera el camino. Diez minutos de andar acompasado y al fin la rampa, luego el estacionamiento, y en la caseta de vigilancia aparece el primer sonámbulo. Al cruzar la puerta la recepcionista con su diadema responde llamadas y conmuta. Una ligera inclinación de cabeza es todo el recibimiento. Paso a mi lugar. Un escritorio a la orilla de uno de los andadores del espacioso galerón. Hombres blandos, silenciosos. Duermen con los ojos abiertos. Descansan las manos sobre el atril donde yacen manuscritos de historas tentativas. Los lápices, en su marcha atonal, desdibujan afanes de narraciones inconclusas, seres legendarios. El olor es inolvidable. Lo tengo incrustado detrás del tabique. Papel, tinta, humedad, madera, amoniaco, gasolina. Las mujeres, casi todas con anteojos, al caminar producen un sonido inconfundible: la fricción de las medias a la altura de las rodillas, de muslos embutidos, colmados. Pasan enfrente con la vista fija en algún documento, con un gesto grave, como si el destino de la humanidad pendiera de un hilo muy delgado. El sonido sin eco de alguna conversación en voz baja, luz fría de lámparas, y la visita ocasional de dibujantes, escritores… un movimiento casi imperceptible como las páginas del libro que se esconde entre los manuscritos adormecidos en el atril. En ocasiones irrumpe la voz de un editor que habla inglés con acento texano, como si masticara sílabas. Negocia con algún gringo. Así transcurren las mañanas. El baño siempre lleno. El almuerzo, ingerido a hurtadillas, algunas migajas sobre un papel que se extiende escrupulosamente sobre las rodillas, las manos encogidas que llevan el pedazo de pan a la boca, ojos que miran a uno y otro lado para no ser sorprendidos en aquella acción censurable de comer en horas de trabajo. Todo el escenario y los actores. En claroscuro. Todos fingen estar muy ocupados pero casi nadie atiende asuntos de oficina. En uno de los extremos hay grandes ventanales con vista a las fábricas de los alrededores. Se ven chimeneas, estructuras, edificios en construcción, pero todo filtrado por la tela empolvada de una enorme cortina apenas entreabierta. Los cubículos dividen a la altura del pecho las oficinas de los ejecutivos, y con cristales ofrecen una panorámica abierta del resto de los escritorios que se distribuyen al centro del predio como un tianguis enmudecido. Todo cubierto con madera. Y los ocupantes, con anteojos bifocales, levantan la vista por encima de los lentes para hablar con los visitantes o con los empleados que entran a consultar algún criterio del habla de Fantomas o de Tarzán de los monos. Solemnes, argumentan, casi disertan. Los dibujos a tinta son obra de artesanos que logran movimiento en cinco o seis cuadros por página.

A las 11 en punto de la mañana pasa el carrito con las tazas y las dos jarras: café o té. Pueden tomarse dos. Es hora de relajarse y caminar unos pasos hasta el escritorio del compañero que vende algo, sin importar qué. Es hora de socializar en esa atmósfera fabril. Y la imagen de Gregorio Samsa se asoma por el pasillo. Es él, que busca el momento para sentarse frente a su Remington. Derramar como lluvia las teclas en una escritura que urge. Entonces pienso en aquella casita de su infancia, en los Altos. Su madre sentada en la mecedora, junto a las macetas de la entrada, tarareando la Llorona. Su estatura, de por sí breve, reducida por una joroba que nace en la base del omóplato y termina en una inclinación de la cabeza que une la barbilla con el esternón. Un lunar muy grande junto a la boca, y una voz cavernosa como de mensajera de sentencias inexorables. La entrada, estrecha, da a un pasillo que se divide. A la derecha las habitaciones y una especie de porche, y de frente el patio, al fondo el comedor y la cocina, y la puerta al corral. El baño es una fosa con un mueble para sentarse. Un tambo de agua para enjuagar las manos, y paredes y techo de lámina. Y la lluvia aquella tarde como fondo sonoro y luminoso. La precipitación desde aquel comedor abierto al patio. Las historias, los relatos, ese pueblo de mujeres enlutadas. Todo aquello complementaba la imagen del escritor que atendía asuntos de cuento en la fábrica de seres imaginarios movidos por hilos invisibles. Iniciado musicalmente en la banda del pueblo, letrado gracias a los afanes del señor cura, iluminado por un sentido oscuro de las palabras en su acomodo secreto, tenía la misión de concluir a tiempo aquella narración. La narración. Todo es un proyecto de narración. Una vieja y un viejo de más de ochenta años se casaron en una madrugada fría. Al medio día, a las 12:00, puntualmente, al comedor de la fábrica. Tercera visita. Tus cabellos que bajan como salto de aguas, al abismo del corazón sediento. Y tu cuerpo que no añade peso al mundo. Cuán pobre el que ha olvidado… es como un fuego matado con ceniza… Una hora exacta para concluir el ritual, a riesgo de ser interrumpidos por el timbre de la vigilancia que avisa el final de partida. El día, cuando nos alcanza, va llegando a tiempo al autobús que lleva a los trabajadores lejos de la calle larga que se pierde entre fábricas de lencería, laboratorios farmacéuticos, cantinas, bares y mueblerías. Avanza la ciudad en vilo hasta la boca del metro. Pasan personas que llevan bajo el brazo relatos de hazañas diminutas. Y la genealogía apremia. Esclusa de símbolos cernidos para recuperar explicaciones, prohibiciones imprecisas que extienden las culpas al juez. Layo simula ceguera para desentenderse de la herencia, mientras el fuego de la abuela rescata las posibilidades. Madre de los dioses. Hijos extraviados por la luz de un sol blanco, un mundo blanco, una mujer que quiere ser humana. Sordos y líquidos los nombres se atoran en el paladar mientas alguien pregunta el significado de la palabra centro. Dentro. Entro. Encuentro. Razones de más para ensancharse. Arrecha, germina veneno y la saeta sin vuelo contra el fuego fatuo del impulso equivocado. La ristra de caparazones hatajados en el mal recuerdo de la intimidad más allá de los límites previstos en la primera reunión del verano. La versión contrastada con la reciprocidad de los dones entregados a contratiempo. Abono del rencor, la tierra de lo inmerecido hiede por el fuego y por el agua. Alguien, representación íntima y secreta, bajo el mismo techo asume en la crianza  la garantía, el dominio, la facultad, por encima de otros argumentos comunes. La distancia, el silencio por la voluntad de incomunicar los deseos, guardados como arma enemiga.

 

Siento tu mano, odio, mujer increada y desaparecida

mientras las multitudes van llenando las calles.

Llovió ayer, no llovió, hace tantos meses que no cae

ni una llovizna fina, susurran los fantasmas

bañados por la claridad de los rincones.

 

Te reconozco en la señal herida de esta línea de tiempo, dislocada ruta imaginaria; las escamas del anochecer se enredan, mi aliento desanda su compleja nervadura cuando desde el otro lado se va secando y se adhiere al firme rincón, al rincón simple de la metamorfosis; alas de tropezar, alas de largo vuelo, pico pedernal que infecta y corre a guardar su exquisito silencio bajo las pisadas de un camino viejo. El sueño de la perla arde en su refugio demencial, en su febril extensa inercia: ensalmo, conjuro, precipicio, sombra de cardón enjuto, residuos del alimento del dolor para desactivar la rendición mientras agoniza el momento irrepetible y, como ropa húmeda, en la azotea destiende el aire y se deja llevar sin desplazarse de su cuerpo ausente. Espejo perdido bajo la silla, bajo la mesa, en el suelo. Cierra los ojos —dije— para que no me veas cuando te pida que no te vayas. Unta en el umbral tu sombra para recordarnos el centro de nada. Una niña te mirará desde la acera y tendrás tu ciudad reinventada por cada instante olvidable de las fechas, las promesas, la cólera que no se anuncia. Mano, odio, acariciando la piel desnuda de otra mano que se tiende para una despedida, y otra mano en la boca para silenciar la intergridad amenazada. Aquietado, el impulso rumia gravemente a la luz de una vigilia mientras avanza el hueco de lo necesario. Ese modo fatal del hábito, y el ruido de las esquirlas que arañan el piso cuando en la otra orilla el agua canta y corre como si lo mejor fuera lo que pasa.

 

Ganarse la vida, decía, y vuelvo a la añoranza. Nicolás atiende al teléfono y Luz, atareada en la cocina, aparece por la puerta con un par de platos bien servidos. El desayuno. El café. Los miro atentamente. Los perros van y vienen por el techo y ladran cuando algún otro animal pasa por la calle. No hemos sido felices. No hemos sido muy felices. Enciendo un cigarrillo y contemplo la columna de humo a través del rayo luminoso que atraviesa la habitación. Las partículas de polvo olvidan su impulso y se dejan arrastrar en un movimiento caótico. Hay un olvido involuntario. La materia olvida. Se pierde algo, y es como si nunca hubiera existido. Pero hay también una forma inesperada de recuperación. Incierta y desordenada. Se revuelve el tiempo y se enciman sucesos. Nicolás frente a su madre. Las cartas que nunca se escribieron. Los últimos días en la vida de aquella mujer de la que se habla apenas lo necesario. Una familia muy lejana. Casi olvido. Casi recuerdo. Casi ambos en aquella vocación de exilio voluntario. Las versiones se cruzan, pugnan por fijarse en una coherente, al menos contable. Un grupo de hombres perdidos en la montaña. La justicia. El tema es la justicia y anochecíamos en esa atmósfera de incertidumbre. Los insectos en todo el aire. Calor e incomodidades. Nada parecido a estar ahí mientras el mundo sigue por otro lado. La revolución. Hoy casi no quedan recuerdos de ese momento, pero la explosión del artefacto y la repercusión en el ojo casi perdido. Y esta sensación de envejecimiento en todo el cuerpo. El cazador mastica. El bocado lejos del arma compañera del camino sigiloso. La ciudad ahora, esta ciudad madrastra, esta vida madrastada, extranjería en esta ciudadastra que arropa y nunca acoge, desahucio como cuatro palabras, como si la u con la h formaran la cavidad perfecta en la que no puede quedarse uno siquiera a descansar de este trayecto interminable. Sueño de hincón en la profundidad de mis ríos desdeñados. Un hombre enfrente. Una persona. Otra más sirve la comida. Una lágrima escurre hasta la orilla del río que soñaba y al despertar la vela de mis naves incendiadas. La mujer del pasillo, con voz profunda, voz hueca, ronca, alimenta a los chocoyos y camina veinte pasos hasta el umbral de esta hora. El desayuno aquí, en este punto, cuando el sol se ha detenido en la mitad del patio y la vida se desplaza cada día hacia una nueva ocasión de ser contada. Una versión. Una justificación por el camino tan largo. Por lo que se haya ido quedando. Por los ojos cerrados tantas veces para no mirar las despedidas. El equipaje, la determinación y el vacío que se forma como remolino en la arena, a la orilla, junto al agua que no puede detenerse en su cauce secreto. La pólvora humedecida por la ingenuidad, la ilusión de construir un mundo generoso con la reserva de no entregar más que la propia vida, ésta que se marchita y aun así está empeñada, dada, entregada en la debilidad de la última puerta, la puerta de no volver a salir. Las velas amarillean sin la tensión oblicua del viaje, sin el impulso del viento invocado, sin la energía que se fue gastando en el trayecto. Una pared y se desvanece el miedo. O acostarse boca arriba y esperar con la vista en direcciones encontradas, mientras alguien restablece la claridad y la espalda desatiende el riesgo. El trago en horas del otro yo complaciente, el que apela a los recuerdos encarnados o inventados. Miedo a qué. El adolescente se niega con obstinación a frecuentar la casa de los hombres y se mantiene enclaustrado en la choza familiar. Irritada por semejante conducta, su abuela se llega a él cada noche mientras duerme y, acuclillándose sobre el rostro de su nieto, lo envenena con emisiones de gases intestinales. El muchacho oía el ruido y percibía el hedor pero sin comprender su origen. Enfermo, macilento y comido de sospechas, simula dormir y al fin descubre las maniobras de la vieja, a la que mata con una flecha ensartada por el ano tan profundamente que las tripas escapan. El desanidador de pájaros se niega a abandonar el mundo femenino y la tapia del sueño oculta la enfermedad de los peces envenenados. Mujeres cuya redondez evoca las piedras del río con las que se hiere al hermano. El fuego robado consume el cuévano. Los hijos sombradejaguar arañan el aire y el delirio se desvanece por una sensación de belleza que se diluye en el reflejo del plato sobre la mesa. La débil llama del ayuno se interrumpe al pasar por el esófago la sustancia tibia, suave, blanda del huevo que antes y después fue sólida en el nido hasta donde trepaba el héroe para robar la piedra ígnea, en el relato primitivo de la procreación o del viaje a la urna líquida en que reposa el otro recuerdo, el desmentido. Ventanas que miran el caballito, la rana, las tortugas junto a la fuente negra que repite agua y niega fragua. Infancia antigua, otro lugar. La ciudad arrastra el cuerpo del jaguar que nadie comerá. La mujer prepara la venganza con plumas y espinas. Plumas que revelan el impulso equivocado y la culpa se desplaza al perseguidor. El cazador, indiferente, acoge al hijo de otro, rescata la genealogía para romper un tedio secular. 


Al poner la taza sobre el plato un sonido irrumpe en el ritual de la masticación y escapa por la garganta una especie de gruñido. Miro a Nicolás con atención mientras ordena, separa, agrupa y dispersa nuevamente el platillo que humea: trozos de tortilla mezclados con huevo forman un montículo nevado por crema agria que se embarra en los bigotes y en las comisuras de los labios. Silencio. Los panes reposan intactos en la cesta. No es el mejor momento del día. El descanso a contracorriente no alcanza. Hay, sin embargo, un dejo de inocencia en quienes acaban de despertar. Una mirada que todavía se pierde en el sopor de lo soñado. El instinto del cazador persiste. Preguntas que parecen no venir al caso, conjeturas desviadas, dislocadas, con el ceño intenso por el trance, el viaje, los ancestros fantasmales que representan mitos en paisajes perdidos y que ya no existen más que en el recuerdo, que también va disolviéndose paulatinamente en un presente desmadejado, intonso. La estadía en una casastra, en una ciudadastra y algunos amigastros que podían escuchar atentamente sus historias y él pendiente siempre de la dosis, de no contarlo todo, de conservar lo importante para las páginas que van llenándose en un ritmo frenético y refrenado. Una razón de ser. Una justificación cotidiana. El trabajo mejor remunerado. La confusión de imágenes. Las partículas de polvo en el haz de luz. Lo crudo y lo cocido. El trozo de mandioca atorado en la garganta. La risa como preludio del habla. El jaguar, el mono, las iguanas. Tomar los signos como explicación potencial de lo que omiten. El fuego. La culpa. El origen y la prohibición de regodearse en el regreso. Tantas horas caminando en círculos para encontrar el ángulo, la inclinación. Desaparecer. Provocar circunstancias que alcancen un límite de inminencia pero que no se desborden antes ni después de su momento único. Deleznable. Como limpiarse de abajo hacia arriba para preservar el espíritu afeminado de la conciencia. Guerrero de cartón. Suena el timbre y camina veinte pasos hasta el zaguán. La mujer de la ventana. Ríe. El nombre de Juan Millán y su intención de enemistar a los conquistadores. Un malentendido puede romper el tronco donde duermen la mujer y el hijo como una sola persona. Como interpretar el símbolo en sentido directo. Pensar en el abandono como tema de la novela familiar y en la cuna de mimbre como recuerdo de un mundo sucedáneo. Una interpretación permisiva. Recursar. Sumergirse nuevamente entre las sombras de la caverna. Un hombre mira desde el quicio de la puerta del comedor. En el otro extremo, la voz de la mujer de la ventana desactiva el misterio. Caminan juntos veinte pasos. Ella conserva la sonrisa. Nicolás habla. Luz mira inmóvil. Una mosca en la ventana. Una fila de hormigas camina sobre la pata de elefante. El sol se filtra por la persiana. El sonido de la mañana es la licuadora, los motores que se encienden en la calle, alguna voz que acompaña pisadas de gente que va de paso, máquinas que enjuagan sábanas, y los sueños se escurren en los tendederos. La piedra en la mano. Suave redondez del sustantivo. La acción transformada en voz pasiva califica, detiene, determina en tiempo y modo, después en tiempo y forma, en tiempo y espacio, en tiempo que mueve. The impotent housband slumps out for a cofee. I try to keep him in. An old pole for the lightning. Tú sabes para qué son las mentiras. Después del amanecer, rescatar el sonido de tus palabras autóctonas. Un valor agregado, las historias en su mundo hermético, y golpeas con la fuerza de la lejanía. Golpeas el vacío que te va ganando con el reloj implacable de un futuro incierto en el pasado y este pasado que se equivocó de ventana y que traga aire para cerrar la puerta que te espanta, la puerta que no deja salir aquello que fuiste celosamente acomodando para el viaje. Engulles el bocado y limpias los restos de tu vocación oculta. Contumacia. Colocas la palabra en una línea imaginaria y reacomodas letras y sonidos en combinaciones que despejan la sombra del error, y extienden las posibilidades entre los comensales. Testarudo. Tozudo. Dos recursos para quedar a salvo. Las pisadas de los perros en la azotea. Los pasos presentidos en las montañas. Un tedio infinito cuando la espalda se habitúa al muro ausente. How dreary —to be— somebody! Luego la pesadilla en que se anunciaba  aquello que ocurrió a tu madre. Este es el tiempo del hombre trágico que vive en la casa de los locos. Tiresias transformado. Tiresias ciego descansa su oscuridad en la visión del futuro. La sentencia por mirar lo que estaba a la vista de aquel que inadvertidamente se asomaba por la ventana. El castigo se remonta a la inconveniencia de lo mirado. El artefacto dañó tu párpado y en esa misma consecuencia el ojo de tu madre guardó tu imagen en una caja de metal. Metamorfosis que fue alimentándote. Una oveja para Tiresias solo, negra y con cencerro. La mansedumbre empañaría el sacrificio. Era tiempo de velar las armas. Era tiempo de enterrar el cuerpo de la mujer que deseaba resurgir de la ceniza con su pelo rojo y devorar hombres como aire. Tú que has reventado tus bulbos como un radio barato. I’m no more your mother… Como no lo es la nube que destila un espejo que refleja su propia lenta obnubilación a manos del viento. No soy ya tu madre, dijo, y apareció con la mirada en otro lado mientras tu ceguera se transformaba en sirvienta de la belleza y ella te desconocía y secuestraba tu eslabón. Por eso aprendiste a ser madre algunos viernes para amanecer sábado, y abrazabas el camisón que no usarías mientras tu boca se abría involuntariamente y salías en busca del agujero donde pudieras guardar esas palabras que anidaron en tu memoria frágil. Palabras que callas mientras el resto de los comensales pueden cocinar, pueden hablar, hablar, hablar. Calculas el peso de las cosas. Mides la distancia que te separa de la puerta. Veinte pasos hasta donde todo llora porque nada encuentra acomodo. Sólo la memoria detiene el impulso transgresor.