jueves, 28 de octubre de 2010

Tempestadas

Iba quedando atrás aquel espectro duro.
Se oía caer la fruta en la tierra.
El metal fingido de las hojas al pasar desnudas por las rendijas del otoño.
Jóvenes en risa y lágrima de tres actos, tres caídas.
Masa del olvido. Los vecinos se mudan y se despiden,
como si pudiera continuarse algo después o antes
y se llevan algo que no les pertenece
debajo de la piel o de la ropa o de las uñas.

Los niños, ayer, salían a la ventana
y sus cabos se ataban en el par sorteado
antes de tocar la diana o encontrar otro pasadizo
del atardecer.
La belleza con su fragilidad sumaria
atrapada en la perla de los ojos
cuando el miedo era complemento único
de lo que se predicaba en medio de la calle
y los perseguidos se rendían del cansancio.

Era un día de los que faltaban para empezar de nuevo
o volver a empezar, no lo recuerdo
cuando aquella mujer asomó la nariz y se quedó ahí, inmóvil
y la sombra recorrió su lado oblicuo
y se ocultó
y nadie pudo preguntar más
ni saber de aquello que se sabía poco

Sería una tarde exacta
aunque parezca imposible
o lo fuera
y por eso, al soplarle a la vela que duerme junto a la imagen
de uno mismo
falta el aliento o se queda como una idea
incompleta
de lo que falta cuando se desea decir.

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